Cuentos cortos

El revolucionario

Clemente nació exactamente el 20 de noviembre de 1910. Su mamá, una mujer sencilla, de pueblo y sin educación, lo parió en su casa, con ayuda de una comadrona. El Revolucionario, le decían sus amigos. Algunos otros se burlaban, diciéndole adelito.
A sus 72 años recordar todo eso, más que molestarlo, le ponía un sonrisa nostálgica en la boca. Sólo, en su rancho, atesoraba las anécdotas de hacía décadas.
Sus hijos vivían en la ciudad, tenían autos, viajaban en avión, y vacacionaban en Acapulco. Sus nietos habían estudiado en universidades privadas, tenían consultorios en edificios de lujo, y ganaban mucho dinero, que acumulaban -¿quién sabe pa qué?- en cuentas bancarias.
Ya casi nadie de su familia lo visitaba, porque les incomodaba oír lo que decía: "Hay que cultivar la tierra, sembrar la milpa, esperar las lluvias y cosechar el día justo." "Trabajar es ensuciarse las manos y sudar, no como aquellos que apenas garabatean cosas en una hoja y se dicen arquitectos o doctores."
El abandono no le dolía tanto, como le dolía su hijo que se había vuelto político. Este muchacho hacía años que dejó de parecerse a él. Aunque al principio era un joven sencillo, que andaba con la gente, que ayudaba a resolver los problemas que a diario sucedían en el pueblo, ya en estas fechas, nomás no le gustaban los modos de actuar de su hijo. Sobre todo porque se paseaba y presentaba como hijo de Clemente, el Revolucionario; persona de bien por ser de un rancho; político comprometido con el pueblo, pues del pueblo había salido. Pero lejos estaba realmente de ser el hijo del Revolucionario, lejos de trabajar como él le había enseñado.
Clemente murió de olvido, como la revolución. Sus hijos y nietos se reúnen cada 20 de noviembre, puntuales, alegres, a celebrar a su pariente fallecido. Comparten anécdotas del viejo, del Revolucionario; a veces discuten quién de los hijos y los nietos se parece más a él. Todo queda entre familia. De lo que hizo Clemente, nada queda, más que la fama, heredada por familiares que viven de su nombre.


La soledad

Estaba sola hasta de sí misma. Esa fue la conclusión. Se dio cuenta al recordar. 
La soledad le llegó primero por los sentidos, empezando por el olfato. Todo mundo disfrutaba del olor de los jazmines y azucenas en su jardín, pero ella era incapaz de sentirlo. Las flores se negaban a regalarle su delicado aroma, mostrándose ausentes y distantes. Llegó a comprar ramos de rosas, y ponerlos por toda su casa, pero éstas también se limitaron a hacer llegar su perfume a todos, menos a ella. Las frutas del mercado y las fragancias de marca se unieron a esta ausencia. Esta soledad de aromas tuvo su ventaja: la basura dejó de molestarla con su olor y el sudor de la gente en el metro dejó de incomodarla. 
La soledad se incrementó cuando los sonidos y los ruidos la dejaron sola. Los pájaros dejaron de cantarle, hasta los instrumentos de la sinfónica a la que asistía regularmente dejaron de sonar para ella. Decidió volver a la iglesia de su pueblo, con tal de escuchar el sonido de las campanas, pero éstas marcaban las llamadas a misa para los feligreses, sin siquiera acercar su campanadas a los oídos de la desdichada mujer sola. 
La desesperación le empezó a llegar cuando descubrió que las ausencias se multiplicaban: el viento la evitaba, negándose a  rozar los vellos de sus brazos y a acariciarle la piel de las mejillas; estuvo persiguiendo por un rato a la lluvia, pero las nubes no quisieron hacer llover sobre ella; el fuego de la chimenea dejó de calentarla, alejando las llamas de sus manos; los árboles le negaron su sombra refrescante; el mar dejó de tener olas para ella. 
Todas las cosas, todas las personas la habían dejado en completa soledad. Aislada de todo, no hubo más que silencio y oscuridad. Pensó que al menos, no estaba totalmente sola, se tenía a sí misma. Quiso hablar con su propio yo, mirándose al espejo, pero no había reflejo que mirar. Ella misma se había abandonado, se había ido a cualquier lugar, con tal de no estar consigo misma. Estaba sola, porque estaba muerta. 

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